Ki Tavo -La mesa vacia
- Jack Levy

- 6 sept
- 8 Min. de lectura
Por Jack Levy
8:53pm
La casa es un ring: niños corriendo desnudos, mamá gritando que se metan a bañar, la sopa recalentada ya huele a quemada, el foco de la cocina parpadea como un tic nervioso.
La puerta se abre. Papá entra con cara de derrota, pasos pesados, las llaves golpean contra la mesa. Se arranca los zapatos en medio del pasillo, se afloja el cinturón, conecta el celular. Ni una mirada, ni una palabra, y con la máscara del proveedor cansado. Se deja caer en la silla con un suspiro largo, como si el agotamiento fuera su medalla de honor: nadie entiende lo duro que trabajo.
Mamá lo recibe con la máscara de la mártir. Sonríe forzada, con un “ya está la cena” que en realidad significa ¿alguien ve todo lo que hago?. El hijo mayor, que hace unos minutos molestaba a su hermano, ahora se sienta derechito. Codos pegados, cara de santo. Su personaje es claro: soy el buen hijo, el que merece aplauso.El pequeño, todavía inquieto, forcejea con la cuchara, como si su papel fuera recordarle a todos que la infancia también es ruido.
Comen en silencio.Nadie dice lo que siente, pero todos representan lo que creen que deberían sentir.Papá actúa que escucha, pero piensa en el celular.Mamá actúa que sonríe, pero por dentro quiere gritar.El hijo mayor actúa que está feliz de portarse bien, pero en realidad solo quiere ser visto.El menor actúa que juega, pero en el fondo también busca ser mirado.
La mesa parece una familia.En verdad, es un teatro.Cuatro cuerpos juntos, cuatro almas escondidas.
Papá regresa al celular.Mamá al suyo.La cena fría.Los niños ya no están.
Y en medio de todo, la mesa vacía.
El eco
Lo que pasa en esa cocina no es solo una escena de familia. Es un eco. La Torá también lo describe, pero a otra escala: un pueblo entero a punto de entrar a su tierra, con la mesa servida y el contrato sobre la mesa. Eso es Ki Tavó.
El libro de Deuteronomio (Devarim) es el discurso final de Moisés. Israel está por cruzar el Jordán, y él sabe que no entrará con ellos. Ki Tavó se sitúa justo ahí: al borde de la Tierra Prometida, con un Moisés viejo que quiere dejar todo claro antes de soltar las riendas.
La parashá abre con los Bikurim, las primicias. Cada agricultor debía llevar los primeros frutos de su tierra al Templo y declararlos en voz alta: “Mi padre fue un arameo errante…” (Devarim 26:5). Era una confesión pública: no nacimos con privilegios, nuestro origen fue fragilidad y esclavitud. Traer los frutos no era solo dar gracias, era recordar: “Yo también fui invisible, y Dios me vio.”
Después, la escena se vuelve un teatro colectivo: los montes Gerizim y Ebal. Seis tribus en el monte verde y fértil, seis en el monte árido y seco. Desde allí se proclaman bendiciones y maldiciones. Todo en voz alta, para que nadie diga: “no sabía.” El mensaje es claro: la vida está hecha de dos montes, y no puedes tapar uno para quedarte solo con el otro.
Y entonces llega el golpe más duro: la lista interminable de maldiciones (kelalot). Hambre, exilio, derrota, locura, destrucción. Tan intensas que hasta hoy en la sinagoga se leen en voz baja, casi con vergüenza.
Pero en medio de ese ruido, hay una línea que lo explica todo:
“Por cuanto no serviste a Hashem tu Dios con alegría y con corazón pleno, cuando tenías abundancia.” (Devarim 28:47)
No dice “porque pecaste”.No dice “porque rompiste la ley”.Dice: porque lo hiciste sin alegría.
La alegría como condición
Esa familia en la mesa —cada uno con su máscara— no está tan lejos de lo que describe la Torá. Ki Tavó lo dice sin anestesia: el problema no fue el pecado, sino que lo correcto se hizo sin alegría.
El Rambam amplifica:
“La alegría con la que uno cumple una mitzvá… es un servicio grande.”
Rabí Najman dispara:
“La tristeza es la raíz de todo mal; quien se aleja de la conciencia de Dios, es como si estuviera muerto.”
Pero la pregunta arde:
¿Acaso no cumplió el padre? ¿No llegó a casa después de un día roto, cenó lo que había, conectó el celular? ¿No hizo lo que “debía”?
¿Y la madre? ¿No cumplió también ella, cargando con todo el día, obligando a los niños a bañarse, preparando la cena aunque fuera sopa recalentada?
¿Y los hijos? Se alinearon como se esperaba: uno se sentó derechito con la frase ensayada, el otro forcejeó con su cuchara para seguir siendo niño. Cada uno en su papel.
Todos cumplieron.Todos obedecieron las reglas invisibles del teatro familiar.
Entonces, ¿qué quieren decir los sabios cuando afirman que sin alegría es como si estuvieras muerto?¿Por qué la Torá no se conforma con disciplina, rutina y obediencia?¿Por qué exige, además de todo lo que ya cuesta, alegría… como si sin ella no hubiera vida?
Karet: la muerte que respira
Si la Torá dice que servir sin alegría es estar muerto, ¿qué clase de muerte es esa?No es la tumba. No es el cuerpo sin pulso.
La Torá tiene un nombre para ese estado: Karet.Literalmente: “ser cortado.”
Se aplica en casos como profanar Shabat, comer jametz en Pesaj o mantener relaciones prohibidas. El texto repite:“Venikhratá hanefesh hahi me’ameha” — “Esa alma será cortada de su pueblo.” (Vayikrá 18:29, Shemot 31:14)
Normalmente se leyó como un castigo: apedrear, ejecutar, expulsar.Pero los sabios lo vieron distinto: Karet no es que alguien te mate; es que se corta tu conexión con la Fuente de Vida.
El Rambán explica: no es muerte física inmediata, sino interrupción de la continuidad espiritual: la presencia divina se apaga.Rabí Najman lo pone en carne: cuando vives desconectado de Dios —atado al pasado, perdido en el futuro— ya estás muerto aunque respires.
Por eso, cuando estás en Shabat sin conciencia de Shabat, no estás en Shabat.Cuando comes Pesaj sin conciencia plena de Pesaj, no es Pesaj en ti.Y en relaciones prohibidas, como en cualquier vínculo disfrazado, el presente se quiebra: no hay futuro auténtico porque la raíz está desconectada.
El eco en la mesa
No hace falta profanar Shabat ni comer jametz para entender Karet.Un padre puede estar en Karet en su propia cocina: llega, se sienta, cumple el papel… pero no está.Una madre puede estar en Karet cuando sonríe forzado, mientras por dentro se rompe.Un hijo puede entrar en Karet cuando se viste de “niño bueno” y calla lo que realmente siente. Hasta el hermano menor, entre cucharas y juegos, puede estar en Karet cuando su ruido no encuentra mirada.
Ahí está la raíz de la maldición de Ki Tavó: la desconexión. No es que Dios mande rayos desde el cielo. Es que uno mismo apaga la luz desde adentro.
¿Será que la verdadera muerte no es dejar de respirar, sino dejar de estar presente?¿Será que la maldición de la Torá no son castigos, sino la consecuencia natural de vivir disfrazados, desconectados, cumpliendo sin alegría?¿Y si lo que más teme un hijo en la mesa no es el grito de su padre, sino el vacío de que nadie realmente lo ve?
Autenticidad: la pedagogía invisible
Karet no es un castigo lejano: es lo que heredan los hijos cuando los padres viven disfrazados.Un padre que se esconde tras la máscara del proveedor enseña a esconderse.Una madre que sonríe forzado enseña a fingir.Un hijo que calla lo que siente aprende que la autenticidad es peligrosa.
Y ahí está la trampa más cruel:el hijo quiere ser visto como es,pero termina copiando al padre y a la madre,y aprende a ser visto como no es.Se pone un personaje.Aparenta lo que cree que el otro quiere ver. Así nace la maldición más común: querer ser visto y, al mismo tiempo, temer mostrarse. Dos generaciones persiguiendo el mismo anhelo, y escondiendo justo la llave que abre la puerta.
Lo paradójico es que cuando cae la máscara, el alma descansa.Yo lo entendí una noche en la prepa, alrededor de una fogata.
Éramos varios amigos fumando a escondidas. Alguien gritó: “¡Ahí viene el papá de fulano!”Todos nos pusimos nerviosos, escondimos los cigarros como si nos hubieran sorprendido en un crimen.El hijo, en vez de asustarse, se soltó a carcajadas:—No conocen a mi papá.
Llegó el señor, prendió el puro más grande que yo había visto en mi vida, y se sentó con nosotros. No juzgó, no regañó, no sermoneó. Solo estuvo. Se aceptó parte de la banda.
En mi cabeza fue un terremoto. Con mi papá eso era imposible: habría castigo, sermón, decepción. Pero esa noche entendí lo que pasa cuando un padre no finge frente a su hijo, y cuando el hijo tampoco necesita fingir frente a su padre. Nadie actuó un personaje. Nadie maquilló su monte oscuro ni su monte luminoso. Y justo por eso hubo conexión real.
Eso mismo describe la Torá en los montes Gerizim y Ebal:la vida no se construye maquillando uno de los lados.Un monte verde y fértil frente a otro árido y seco.Bendiciones desde un lado, maldiciones desde el otro.Todo en voz alta. Nada en secreto.
El mensaje es brutal: tienes los dos montes en ti, y negarlo es convertirte en un personaje vacío. En cambio cuando hay autenticidad, aparece la alegría. No la euforia barata, sino la calma de estar completo, de no tener que fingir nada.
Por eso la Torá pone a Israel frente a Gerizim y Ebal: no para asustar con premios y castigos, sino para enseñar que la vida se vuelve maldición cuando finges, y bendición cuando aceptas ambos montes y los habitas con verdad.
La alegría en la oscuridad
Alguien podría objetar:¿y qué pasa con el dolor?¿Con la pérdida, con la muerte, con las lágrimas que no se pueden maquillar?¿Cómo encaja la alegría en ese lugar?
El judaísmo nunca lo negó. La Torá manda hacer duelo:llorar, rasgar la ropa, sentarse en el suelo.El dolor no se disfraza, se habita.
Pero incluso ahí la simjá no desaparece: cambia de forma.El Zóhar lo describe así:
“La Shejiná se viste de negro, pero no se separa.”
La alegría no es euforia. La alegría es conexión.Incluso en lágrimas, la raíz sigue firme.
El problema es cuando fingimos lo contrario.Un padre que se hace el fuerte, que sonríe falso para no preocupar a sus hijos, les enseña que el dolor es debilidad y que la autenticidad se esconde.Pero un padre que llora de verdad, que reconoce la herida y aun así se aferra a la fe, transmite otra lección: el dolor existe, pero no estamos solos.
Eso es servir con alegría: no anestesiar la vida, sino vivirla conectados, incluso cuando quema.
volver al origen
Regresamos a la cocina.El hijo mayor, con la máscara del buen niño bien sentado.El pequeño, refugiado en el ruido de su juego. La madre con sed de ser reconocida por su esfuerzo en casa.El padre esperando ser confortado después del día.
Los cuatro con hambre de autenticidad…y los cuatro atrapados en personajes que no alcanzan a tocarse.La mesa servida, la comida fría, los cuerpos presentes, las almas ausentes.Eso es el Karet más brutal: vivir juntos y no encontrarse.Ahí se pierde la bendición, no en un pecado extraño, sino en la desconexión diaria.La mesa llena de comida y vacía de presencia.
Pero la Torá ofrece otro camino: leshem shamayim.Hacer lo que haces no por miedo ni por aplauso, sino porque es verdad.Cada acto sincero es un regreso al origen.
Por eso los sabios dijeron que en los días del Mesías las mitzvot serán anuladas.No porque desaparezcan, sino porque ya no harán falta.El amor será tan natural como respirar.La alegría será la atmósfera.La vida misma será mitzvá.
Ese es el horizonte: presencia absoluta.Cuando aceptas tus montes —el fértil y el árido— sin maquillarlos, y desde ahí eliges vivir.Cuando la mesa deja de ser teatro y vuelve a ser encuentro.Cuando lo original no es novedad, sino origen que se devela.
Golpe final:La palabra original viene de origen.Ser auténtico no es inventar algo nuevo, es revelar lo que siempre estuvo en ti.Cada acto sincero, cada gesto no obligado, cada instante de presencia absoluta es un regreso al origen.
Cuando escoges ser absolutamente tú... entonces, la mesa ya no está vacía.



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